La música suave del cuarteto de cuerdas flotaba por el salón de mármol como un susurro elegante, envolviendo cada rincón del Grand Manhattan Hotel. Lámparas de cristal colgaban del techo alto como estrellas congeladas, lanzando destellos sobre vestidos de seda, relojes de oro y sonrisas ensayadas. La alta sociedad de Nueva York se había reunido para una gala benéfica, una de esas noches en que los ricos lavaban su conciencia a fuerza de cheques millonarios, champán y caridad.En medio de ese universo de opulencia, Pamela Duarte giraba sobre sus puntas, deslizándose con la gracia que solo los años de disciplina podían esculpir. Su tutú blanco, decorado con cristales que brillaban como escarcha, atrapaba la luz con cada movimiento. Su rostro, sereno, ocultaba la tormenta que siempre la acompañaba cuando bailaba: una mezcla de miedo, pasión, fuerza y libertad.Ella no pertenecía a ese mundo. No tenía apellidos ilustres, ni cuentas bancarias llenas. Había crecido en un pequeño apartamento
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