El jardín de Ètoile en donde se celebraba la íntima boda parecía suspendido en un sueño de cristal y susurros. La ceremonia había sido sencilla, casi secreta, como ambos lo habían deseado. No había multitudes ni fotógrafos, solo un círculo reducido de amistades fieles y algunas miradas cómplices que compartían con ellos la magia de ese instante.
Pamela, con un vestido de encaje suave y un velo que caía ligero sobre su espalda, parecía flotar en cada paso. Su mirada brillaba como un fuego sereno, una mezcla de nervios y certeza absoluta. Frente a ella, Cristhian la observaba como si cada palabra de sus votos hubiera grabado un pacto eterno en su alma.
El altar, decorado con jasmines blancos y candelabros de plata, se alzó como testigo de un amor que había resistido tormentas, traiciones y sombras. Y, al pronunciarse el “sí” entrelazado con la fuerza de sus manos, un silencio reverente se extendió, como si incluso el universo hubiera contenido la respiración para escucharlos.
Los aplaus