Ya era muy tarde cuando Stella y Cyrus regresaron al departamento. El reloj casi daba las diez de la noche cuando cruzaron la puerta, riendo como si el dolor y la tristeza no existieran en el mundo... o, mejor dicho, en su mundo.
—No puedo creer que ese hombre, en la calle, de verdad nos haya querido vender ese anillo como si fuera un diamante real —dijo Stella.
—Seguramente pensó que éramos tontos —comentó Cyrus.
Stella dejó las bolsas con las cosas que Cyrus le había regalado sobre la consola de la entrada. Eso le recordó su nueva cadenita con el infinito. Llevó una mano a su pecho y tocó el dije. Una sonrisita suave se le escapó. Pero cuando levantó la vista hacia el reloj en la pared, abrió los ojos con sorpresa.
—Dios… —susurró—. ¿De verdad ya son casi las diez?
Cyrus, que acababa de cerrar la puerta detrás de ellos, sonrió con tranquilidad.
—Parece que sí.
—No puedo creerlo —dijo Stella negando con la cabeza—. Estuvimos todo este tiempo afuera… y ni siquiera lo sen