La luz de la farola parpadeaba con un zumbido eléctrico, arrojando una luz amarilla y enferma sobre el callejón sin salida.
Elena estaba apoyada contra un muro de ladrillo cubierto de hollín, tratando de que el oxígeno volviera a entrar en sus pulmones quemados. Sus piernas temblaban. La adrenalina de la persecución se estaba evaporando, dejando paso a un frío que le calaba los huesos.
—¿Los perdimos? —preguntó. Su voz era un hilo de humo.
Rafael no contestó. Estaba inmóvil frente a ella, con la cabeza ladeada, escuchando a los fantasmas de la ciudad. Sirenas lejanas. El ladrido de un perro. El tráfico de la Diagonal. Pero no había botas corriendo.
—Por ahora —dijo él, bajando la guardia mínimamente.
Se giró hacia ella. Sus ojos oscuros, todavía dilatados por el peligro, recorrieron la figura de Elena. No la miraba con deseo. La miraba como un ingeniero examina una máquina averiada.
De repente, su mirada se detuvo en su mano izquierda.
Elena instintivamente retrocedió, protegiéndose e