Crac.
La madera del marco de la puerta cedió con un gemido agónico. La cerradura saltó por los aires, tintineando contra el suelo del pasillo como una moneda de mal agüero.
—¡Ya! —gritó Rafael.
No hubo tiempo para pensar. No hubo tiempo para el miedo racional.
Rafael empujó la ventana trasera hacia arriba. El aire frío de la noche de Barcelona entró como una bofetada húmeda, oliendo a mar y a basura.
—¡Sal! —ordenó él, empujándola hacia el vacío.
Elena trepó por el alféizar. Sus tacones resbalaron en el metal oxidado de la escalera de incendios. Miró hacia abajo. Tres pisos de caída libre hacia un callejón oscuro lleno de contenedores desbordados.
El vértigo le revolvió el estómago.
—¡Muévete, Elena!
Rafael saltó detrás de ella justo cuando la puerta del apartamento se abría de golpe con un estruendo ensordecedor.
—¡Ahí están! —bramó una voz desde el interior.
Elena no miró atrás. El instinto animal tomó el control.
Bajó las escaleras metálicas corriendo, ignorando el ruido infernal q