Los primeros rayos del sol comenzaron a filtrarse por las cortinas de lino blanco, dibujando tenues líneas doradas en el interior de la habitación. El silencio era espeso, de ese tipo que solo se encuentra entre las paredes de un hogar aún dormido, y el único sonido que llenaba el aire era el respirar tranquilo de Sofía.

Estaba arropada hasta los hombros, el rostro apenas asomando sobre la almohada, los labios entreabiertos, y su cabello oscuro enmarañado como una constelación nocturna. Ares dormía junto a su almohada, mientras Doki se había apropiado del borde de la cama.

La temperatura era perfecta, cálida y acogedora, como si la Residencia Fort supiera que necesitaba ser refugio más que estructura.

Pero lo que hizo que el corazón de Sofía se agitara, incluso antes de abrir los ojos… fue la sensación de no estar sola.

Parpadeó lentamente, adaptando su vista al resplandor suave de la mañana.

Fue entonces cuando lo vio.

Naven Fort.

Sentado en el sofá ubicado frente a la cama, las pier