El cielo de Madrid resplandecía con un azul claro que parecía especialmente dibujado para esa ocasión. Una brisa suave recorría los jardines de la antigua capilla privada de la familia Fort, situada en las afueras de la ciudad, adornada con cientos de flores blancas, delicadas rosas empolvadas y lirios, los favoritos de Sofía.
Aquel día se celebraba el bautismo de Mavie Fort Morgan.
Una niña que había llegado al mundo para sanar, para unir, para recordarle a todos que la vida no solo golpea… también regala milagros.
La bebé, vestida con un ropón blanco de encaje fino tejido a mano por Sofía, dormía plácidamente en brazos de su madre, mientras Naven ajustaba con ternura un pequeño gorrito que cubría su cabeza. El empresario, siempre tan impecable y serio, parecía otro cuando se trataba de su hija: protector, presente, y con una dulzura que solo Mavie había logrado sacar de él sin esfuerzo alguno.
—Nunca imaginé que esto… esta paz… pudiera ser para mí —susurró él, al ver a Sofía sonr