Barcelona amanecía suave, con esa brisa salada que solo las ciudades junto al mar conocen tan bien. La casa Fort-Morgan, ubicada en una zona tranquila a las afueras de la ciudad, parecía un rincón arrancado del cielo: rodeada de árboles frutales, jazmines floreciendo en la entrada, y un jardín amplio donde el sol se filtraba a través de los limoneros.
Y allí, en ese jardín, estaba él.
Naven Fort.
Sin traje, sin corbata, sin documentos ni reuniones. Solo una camisa blanca remangada, pantalones de lino claros y los pies descalzos sobre el césped húmedo. Pero lo más impactante no era su atuendo informal, sino la expresión de su rostro: una mezcla de asombro constante y felicidad genuina. Como si aún no terminara de creer que esa vida le pertenecía.
—¡Mavie, ven aquí! —exclamó con una risa suave.
La niña, de poco más de un año, soltó una carcajada contagiosa mientras daba pequeños pasos tambaleantes hacia él. Su risa parecía sacudir cada rincón del jardín, haciendo que hasta las hoja