El cielo de París comenzaba a teñirse con tonos cálidos. El azul oscuro de la noche se rendía poco a poco ante el oro pálido del amanecer. Las luces de la ciudad aún titilaban como estrellas tardías, pero en lo alto, desde la suite Imperial del Ritz, el nuevo día se sentía como una promesa.
Sofía abrió los ojos con lentitud. No supo cuánto tiempo había dormido, pero la paz que sentía no tenía medida. Lo primero que vio fue el suave resplandor que entraba por los cortinajes blancos, filtrando una luz dorada que parecía acariciarlo todo.
Y entonces lo sintió: la caricia cálida, grande, firme… sobre su vientre.
Bajó la mirada, y allí estaba él.
Naven Fort, el hombre que todos conocían como invulnerable, estaba recostado a su lado, aún sin camisa, con los cabellos algo desordenados y la mirada fija en su abdomen. Sus dedos recorrían con suavidad la curva casi imperceptible donde comenzaba a crecer su hijo.
—Buenos días —murmuró ella con voz queda, como si temiera romper el momento.
Naven