El cielo de Madrid estaba cubierto por nubes que no sabían si llorar o simplemente observar. El jet privado aterrizó en la pista privada de la Residencia Fort cuando el reloj marcaba las 18:42. El viento jugaba entre los árboles como si advirtiera que algo estaba a punto de cambiar.
Sofía descendió del avión con la delicadeza de una brisa suave. Ares y Doki saltaron al verla, revoloteando felices. Naven, elegante como siempre, con su abrigo largo de corte militar y su rostro tallado en piedra, caminaba junto a ella en silencio. No hacía falta hablar. La complicidad que habían forjado en Francia, especialmente en aquella madrugada donde todo había cobrado sentido, parecía aún envolverlos como una burbuja íntima.
Al llegar a la Residencia, Inés los esperaba con una reverencia sutil.
—Señor Fort, señora Fort —saludó con respeto—. Todo está listo para la cena. El chef ha preparado su especialidad. Tal como el Señor lo ha ordenado.
—Gracias, Inés —respondió Naven con un asentimiento.