El silencio que envolvía el pasillo era casi irreal. Las luces tenues de la Residencia marcaban con sombras suaves los marcos de las puertas, pero no había rastro de ruido. Era tarde, más de lo que Sofía habría querido admitir. Las suelas de sus tacones resonaban con discreción sobre el mármol, y su pulso se aceleraba a cada paso que daba hacia el departamento que compartía con Naven.
Suspiró al detenerse frente a la puerta. Aún podía recordar la última canción que bailó. La risa de Catalina, la sensación de libertad efímera… Pero ahora todo se desvanecía. Como si al traspasar esa puerta todo el hechizo se rompiera.
Giró la llave. Entró.
La oscuridad la recibió como una promesa rota. Cerró la puerta tras de sí, se quitó los tacones en la entrada —como lo hacía siempre— y extendió la mano para encender la lámpara del mueble auxiliar.
Click.
La luz se encendió.
Y con ella, la silueta de Naven Fort emergió de la sombra como una tormenta sin previo aviso.
Estaba de pie, en medio de la sal