La tenue luz del amanecer se filtraba entre las cortinas de lino, pintando la habitación con tonos suaves de naranja y dorado. El aire era cálido, tranquilo, lleno del murmullo suave del ronroneo de Ares y el silencio típico de una mañana que aún no terminaba de despertar del todo.
Sofía dormía profundamente, el rostro ligeramente oculto entre las sábanas, las mejillas sonrosadas por el calor que envolvía su cuerpo. Pero algo era diferente aquella mañana.
Muy diferente.
Estaba abrazando algo. O mejor dicho… a alguien. Pero en su semiconsciencia, su mente lo interpretaba de la forma más inocente posible.
—Mmm… —murmuró con voz adormilada—. Qué suave… y grande.
Su pierna estaba entrelazada con algo cálido. Sus brazos envolvían una figura que se sentía firme, como un muro cálido y seguro. Su mejilla estaba apoyada sobre un pecho que subía y bajaba rítmicamente. Pero su mente soñolienta no cuestionaba nada de eso.
En su cabeza, lo más lógico del mundo era que…
—Estoy abrazando… a un oso —