El avión descendió con suavidad sobre la pista iluminada, y apenas los neumáticos tocaron tierra griega, un suspiro inconsciente escapó de los labios de Sofía.
A través de la ventanilla, las luces de la ciudad parecían danzar con elegancia entre los contornos irregulares del paisaje. Grecia de noche era poesía. Las construcciones blancas, encaramadas sobre las colinas, reflejaban la luz de la luna como si fueran esculturas talladas en mármol. Y el mar, apenas visible a lo lejos, brillaba como una seda azul profundo.
El jet se detuvo, y unos minutos más tarde, una limusina negra aguardaba junto a la pista, lista para llevarlos hasta la villa donde se hospedarían. Sofía descendió del avión con paso tranquilo, y una brisa tibia le acarició el rostro, levantando sutilmente los pliegues de su vestido.
Naven Fort, siempre impecable, caminaba a su lado. El viento apenas agitaba su camisa oscura, y sus ojos grises observaban el entorno con su acostumbrada calma imponente. Cuando el chofer