La puerta se cerró con un leve chasquido detrás de Sofía, y por primera vez en todo el día, el silencio fue absoluto. Sus pasos, suaves pero pesados, resonaron levemente sobre el piso de mármol, mientras sus ojos escaneaban el lugar familiar que ahora le parecía un mundo distante. El cansancio pesaba sobre sus hombros, no solo físico, sino emocional. Las últimas veinticuatro horas habían sido una tormenta que había sacudido cada rincón de su ser.
No bien dio un par de pasos, una manchita blanca y gris salió disparada desde el sofá, corriendo hacia ella con entusiasmo.
—Ares… —murmuró Sofía con ternura.
El pequeño gato se frotó contra sus piernas, emitiendo suaves maullidos como si supiera que ella necesitaba un consuelo silencioso. Con esfuerzo, pese al dolor que recorría su cuerpo desde su centro, Sofía se agachó para tomarlo entre sus brazos. Ares ronroneó en cuanto sintió su calidez, enroscándose en su regazo.
Una punzada la recorrió cuando se irguió nuevamente con el felino en