La noche había caído completamente sobre Madrid. La ciudad respiraba a un ritmo más lento, con luces cálidas parpadeando en los balcones y las calles empedradas bañadas por un tenue resplandor dorado. En la Residencia, el ascensor se detuvo en el piso de Sofía con un sonido leve y apagado.
Naven salió de él con las llaves en la mano. No hizo ruido al caminar, como si su cuerpo supiera que debía comportarse con sigilo. Había terminado de revisar los documentos en la empresa más tarde de lo previsto, pero no pudo evitar pensar en ella. En cómo estaría. Si habría comido. Si seguiría tan vulnerable como por la mañana.
Al abrir la puerta, lo primero que notó fue el silencio absoluto. Solo se escuchaba un leve zumbido proveniente de la calefacción y el ocasional crujido de los muebles, propios de cualquier hogar vivo.
Avanzó unos pasos y entonces la vio.
Sofía estaba dormida en el sofá, recostada de lado, con un brazo extendido sobre sus folletos y cuadernos de estudio que yacían desordenad