Descendimos de la cresta rocosa al amanecer. Cada paso que nos acercaba a Encrucijada Gris se sentía como un paso hacia las fauces abiertas de una bestia. El aire limpio y seco de las Tierras Yermas fue reemplazado progresivamente por una neblina densa, un miasma de polvo, humo de fogatas que quemaban excrementos secos como combustible y el hedor inconfundible de demasiados seres vivos —humanos, lobos y otras criaturas que no pude identificar— hacinados en un espacio demasiado pequeño.
Encrucijada Gris no tenía murallas, al menos no unas formales. Su defensa era su propia reputación y un laberinto de barricadas improvisadas hechas de carros volcados, madera podrida y metal oxidado. Un único camino principal, ancho y lleno de baches, se abría paso hacia su centro, una arteria obstruida por el flujo constante de caravanas, mercenarios y desposeídos.
Nos detuvimos a la sombra de la última formación rocosa antes de entrar en la llanura abierta.
—A partir de este punto, no somos aliados —m