Me desperté con un grito atrapado en la garganta, el eco de una pesadilla que se negaba a abandonarme. El aire de la cabaña era denso y frío, y la oscuridad se pegaba a las paredes como un velo opresivo. No era la primera vez. Durante semanas, el mismo sueño me había golpeado con la fuerza de una visión: una luna del color de la sangre, un bosque convertido en cenizas, y el llanto desgarrador de mis hijos, un sonido que me atravesaba el alma. Y en medio de todo, el fuego… siempre el fuego.Con las manos temblorosas, acaricié mi vientre, buscando las tres finas líneas que, sabía, ardían allí como un estigma invisible. Eran un recordatorio tangible de que el tiempo se acababa, de que el peligro ya no era una posibilidad, sino una certeza que se arrastraba hacia mí, aunque yo seguía sin saber con exactitud de qué debía tener miedo. Me giré en la cama matrimonial, buscando inconscientemente el calor de mi compañero. Hacía mucho que Rheon, mi mate y el Alfa de nuestro clan, no dormía conmi
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