Partimos antes de que el primer indicio de sol manchara el horizonte oriental. La cueva, que por una noche había sido nuestro santuario, se convirtió en una tumba silenciosa que dejamos atrás. Nos deslizamos a través de la cortina de agua de la cascada y emergimos en un mundo de grises y azules fríos. El aire de la madrugada era afilado en los pulmones, con un olor a tierra mojada, a musgo y a un peligro inminente que parecía acechar detrás de cada árbol.
No hablamos. El silencio era nuestra armadura, nuestro único aliado en un territorio que ahora nos cazaba. Ashen tomó la delantera. Se movía con una fluidez y una economía de movimientos que desmentían sus heridas, sus pies apenas hacían ruido sobre la hojarasca húmeda. Yo lo seguía, cojeando de forma visible y torpe. La pasta de hierba de rey había hecho maravillas con la hinchazón de mi tobillo, pero cada paso era una punzada de dolor agudo que subía por mi pierna como un relámpago, un recordatorio constante de mi vulnerabilidad. M