Ashen no tocó el polvo oscuro que yacía en mi palma. Se inclinó, y sus ojos, extraordinariamente adaptados a la penumbra, examinaron la ínfima evidencia con una intensidad que pareció absorber toda la luz del cobertizo. El aire se volvió denso, cargado con el peso de nuestro descubrimiento. Podía sentir la energía de su concentración, la mente del cazador que no solo veía el rastro, sino que reconstruía a la presa, sus hábitos, sus debilidades.
Con un movimiento casi imperceptible de su cabeza, asintió. Fue una confirmación silenciosa que me recorrió como una oleada de energía, disipando las últimas nieblas de duda. Era real. No era una paranoia mía, no era una coincidencia. Había encontrado el veneno de la serpiente.
Con la misma cautela con la que lo había sacado, volví a guardar el pequeño pellizco de polvo en el pliegue oculto de mi túnica. Ashen se recostó contra la pared y su silueta se fundió de nuevo con las sombras. El silencio que se prolongó después ya no era un silencio de