Los días que siguieron a nuestro descubrimiento se convirtieron en un purgatorio de repetición y vigilancia. La luna, nuestra silenciosa aliada, menguaba en el cielo nocturno, un recordatorio constante de que el tiempo se agotaba, de que la noche del encuentro en el viejo roble se acercaba con una lentitud insoportable.
Nuestra vida en el cobertizo se asentó en una rutina brutal. Cada mañana, Greda nos despertaba con sus insultos, nos arrojaba nuestra comida y nos asignaba las tareas más degradantes que podía concebir. Para Ashen, solían ser trabajos de fuerza bruta en los límites del asentamiento: acarrear troncos para la empalizada, cavar zanjas de irrigación, desollar las presas más grandes de los cazadores. Para mí, eran las labores de la invisibilidad: fregar suelos, vaciar orinales, lavar la ropa de la gente que me había condenado.
Éramos dos fantasmas que se movían por los márgenes del clan, unidos por un secreto que ardía entre nosotros. La comunicación verbal era imposible. E