El amanecer en el cobertizo no era un suave despertar, sino una cruda intrusión. La luz grisácea se colaba por las rendijas, trayendo consigo el frío de la mañana y los sonidos del clan que volvía a la vida: el distante resonar del martillo de un herrero, el ladrido de los perros de caza y las voces apagadas de los sirvientes que comenzaban sus labores.
La noche había sido una lección de disciplina. Nos sentamos en la oscuridad durante horas, cada uno en su rincón, un prisionero salvaje y su guardiana rota, creando la ilusión para cualquiera que pudiera estar escuchando. No intercambiamos ni una palabra. El aire estaba cargado de tensión, pero también de una extraña camaradería, la de dos lobos atrapados en la misma trampa, trabajando en silenciosa sincronía.
La primera prueba del día llegó con el desayuno. Greda me arrojó dos cuencos de madera con una masa grisácea y acuosa que apenas podía llamarse gachas, y un solo trozo de pan duro.
—Uno para ti, el otro par