No supe si fueron horas o solo minutos los que pasé sumida en la negrura del agotamiento, pero lo que me arrancó de ese abismo no fue un sueño ni una caricia.
Lo primero que percibí no fue un sonido ni una imagen, sino el dolor.
Sentí como un fuego agudo y desgarrador en mi costado que me despertó con una violencia brutal. Jadeé, un sonido áspero en la quietud de la cueva, y el simple acto de respirar envió una nueva oleada de agonía a través de mis costillas.
Abrí los ojos lentamente. La luz era pálida y difusa, filtrada a través de la cortina de agua que ocultaba la entrada, pintando el interior de mi refugio con suaves tonos de gris y verde. No estaba en mi cama. Estaba en una camilla improvisada de hojas secas en la trastienda de la "sanadora" que era ahora mi cueva, el corazón palpitante de mi nuevo y solitario santuario.
Mi mente se sentía nublada, pero el dolor era un ancla terriblemente clara. Me incorporé con un esfuerzo que me costó un gemido ahogado, la debilidad actuaba co