Habían pasado dos días desde la batalla con el oso, dos ciclos de una luna pálida y un sol débil que apenas lograban calentar la piedra de mi nueva guarida. El alivio inicial de haber encontrado refugio, un santuario oculto tras el velo rugiente de la cascada, se había agriado, desvaneciéndose para dar paso a dos realidades brutales e ineludibles: el dolor y el hambre.
La herida en mi costado era un sol de agonía, se sentía como un fuego constante y punzante que irradiaba un calor febril a través de mi cuerpo, era un recordatorio palpitante de mi propia mortalidad. Mi vendaje primitivo, una mezcla de musgo y hojas, estaba húmedo y sucio. Con cada respiración, sentía un tirón en la carne desgarrada, y sabía que la infección, esa asesina silenciosa, ya estaba librando su propia batalla en mi interior.
Pero había un depredador aún más voraz que el dolor. Un enemigo que no atacaba desde fuera, sino que me devoraba desde dentro.
El hambre.
No era la simple necesidad de comida que había con