Por un momento, nadie respiró.
El nombre que Rheon soltó en el aire —mi nombre— pareció quedarse suspendido sobre el claro como una hoja que se niega a caer. Naira. No fue un susurro incrédulo. Tampoco un rugido de guerra. Fue algo en medio, tenso, quebrado, como si su propia voz no terminara de aceptar lo que estaba viendo.
Yo no me moví.
Si algo había aprendido de Ashen era esto: en ciertos momentos, el primer movimiento no es físico. Es quién controla el silencio.
Dejé que el silencio fuera mío.
Sentí docenas de miradas clavándose en mí desde todos los ángulos. Olores mezclados: miedo, duda, reconocimiento a medias, curiosidad morbosa. Lobos jóvenes que nunca me habían visto de cerca, que solo conocían una historia contada en susurros: la Luna que murió, la Luna que traicionó, la Luna que fue devorada por las sombras. Ancianos que sí me habían visto crecer, que habían inclinado la cabeza ante mí cuando fui nombrada, que habían permanecido callados cuando desaparecí.
Y ahí estaba yo