El departamento estaba sumido en una penumbra tranquila, apenas interrumpida por la lámpara tenue que Clara había encendido junto a la cama. El reloj marcaba las cuatro de la mañana cuando ella se incorporó para comprobar la fiebre de Mateo una vez más.
El termómetro digital pitó: 38.9°. Clara suspiró, agotada, y mojó un paño con agua fresca para pasarlo por su frente. El calor de su piel era como un recordatorio doloroso de lo cerca que había estado de perderlo.
En el silencio de la habitación, Mateo murmuraba incoherencias, su cuerpo agitándose bajo las sábanas empapadas de sudor. Clara se inclinó para escuchar. Apenas unas palabras desordenadas, pero todas hablaban de ella.
—Clara… no me dejes… Clara… perdón…
Un nudo le apretó la garganta. Le acarició el cabello húmedo, susurrándole al oído como si pudiera calmar sus pesadillas.
—No me voy a ir, Mateo. Aquí estoy. Pero no vuelvas a hacerme pasar por esto.
Era una promesa y una advertencia al mismo tiempo.
Por la mañan