El silencio del apartamento era casi sepulcral. Clara había dejado las maletas en la entrada, como si aún no estuviera del todo segura de si quería deshacerlas. Mateo, a un par de pasos detrás de ella, parecía contener la respiración, temeroso de que cualquier palabra o gesto imprudente la hiciera cambiar de opinión y volver a salir por esa puerta.
La luz tenue del atardecer entraba por los ventanales, tiñendo la sala de tonos anaranjados. Era el mismo hogar que habían construido juntos, pero ahora se sentía distinto: el aire era más denso, cargado de una mezcla de culpa, esperanza y recelo.
Clara avanzó despacio hacia la sala. Se sentó en el sofá, cruzando las piernas con calma deliberada. Mateo permaneció de pie, sin atreverse a ocupar un lugar hasta que ella lo autorizara. Durante un largo instante, lo único que se escuchó fue el tictac del reloj de pared.
Finalmente, Clara rompió el silencio:
—Perdonar no significa olvidar, Mateo. —Su voz era serena, pero cortante, como una ho