La luz del amanecer se filtraba tímidamente entre las cortinas beige de la habitación. Clara abrió los ojos lentamente, como si despertara de un sueño demasiado largo. Por un instante, no recordó dónde estaba; el aroma familiar de la sábana limpia y el murmullo lejano de la ciudad le devolvieron la memoria.
Había vuelto. Después de siete días de ausencia, había regresado a casa.
Se giró con cuidado. A su lado, Mateo dormía de manera inquieta, como si incluso en sueños lo persiguieran los fantasmas de sus errores. Tenía el rostro demacrado, la barba crecida de forma descuidada, las ojeras marcadas como moretones bajo los ojos. El hombre que solía irradiar seguridad parecía reducido a un ser frágil, a medio camino entre la vigilia y el derrumbe.
Clara lo observó en silencio. Su corazón se apretó al verlo así, y por un instante deseó acariciarle el rostro, calmar su angustia. Pero se contuvo. La herida aún estaba abierta. El amor seguía allí, intacto, pero la confianza… la confianz