El apartamento estaba en silencio. Clara entró con paso lento, colgó el bolso en la silla y fue directo a la habitación. Mateo la siguió con la mirada desde el sofá, sin atreverse a decir nada. Llevaban días hablándose apenas lo indispensable, como dos desconocidos que compartían el mismo techo.
Él había intentado acercarse, pero cada palabra terminaba en reproches, cada gesto en un muro invisible. Clara, cansada y herida, se refugiaba en su trabajo y en un silencio que a Mateo le resultaba insoportable.
Aquella noche, cenaron en habitaciones separadas: ella con un plato de ensalada en la mesa de la cocina, él con un café amargo frente al televisor apagado. Ninguno quiso romper el silencio porque sabían que cualquier palabra podía encender de nuevo la discusión.
Clara se recostó temprano, mirando el techo con los ojos abiertos. Recordó cómo habían empezado: las risas, los planes, la certeza de que Mateo era su refugio después de tanta oscuridad. Ahora, en cambio, lo sentía distante, c