Facundo forcejeaba en el pasillo, con la nariz sangrando y los ojos desorbitados, mientras los policías lo mantenían esposado. Su voz, cargada de insultos, rebotaba en las paredes.
—¡Ella es mía! ¡Me está robando lo que me pertenece!
Clara, con el corazón desbocado, salió del apartamento. Las piernas le temblaban, pero se plantó frente a los agentes. Mateo, con el labio partido y la camisa manchada de sangre, la miraba en silencio, dándole fuerzas con su sola presencia.
Respiró hondo y habló, con la voz quebrada pero firme:
—Ese hombre… me ha acosado durante meses. Me espera afuera del trabajo, en la universidad, en mi casa. Ha intentado forzarme, me amenaza, me dice que sin él no soy nada.
Los policías se miraron entre sí. Uno de ellos, con libreta en mano, asintió con seriedad.
—Necesitamos que nos dé todos los detalles, señorita. ¿Tiene pruebas? Mensajes, audios, testigos.
Clara tragó saliva. Sus manos sudaban, pero levantó la barbilla.
—Sí. Tengo mensajes de texto, llamada