El pasillo estaba cargado de tensión, el aire tan pesado que parecía cortarse con cuchillo. Mateo, firme frente a la puerta de Clara, mantenía la mirada clavada en Facundo, que apretaba los puños con rabia contenida.
—Te lo advierto —gruñó Mateo—. Da un paso más y llamo a la policía.
Facundo soltó una carcajada amarga.
—¿Policía? —escupió—. Ninguno de esos imbéciles puede quitarme lo que es mío.
Se inclinó hacia adelante, con la mirada enrojecida, y añadió con un tono venenoso:
—Tú no entiendes, chiquillo. Yo soy un hombre de verdad. Tengo dinero, negocios, poder. ¿Y tú? Un simple ingenierito de quinta, creyendo que puedes competir conmigo.
Dentro del apartamento, Clara observaba la escena desde el ojo de la puerta. Su corazón latía desbocado, las lágrimas empañaban su visión. Cada palabra de Facundo la atravesaba como un dardo envenenado. El recuerdo de años de manipulación volvía con fuerza: la humillación, los gritos, las cadenas invisibles. Quiso abrir, interponerse, pero el