Clara llevaba semanas en alerta. No le decía a nadie lo que ocurría, pero cada vez que salía tarde del bufete o caminaba sola por la universidad, sentía los ojos de Facundo en la sombra. Su respiración se aceleraba con cualquier ruido, y a veces tenía que detenerse un instante para convencerse de que no la seguían.
“No puedo depender de nadie… tengo que cuidarme sola”, se repetía.
Fue así como, un sábado por la tarde, entró a una pequeña tienda de artículos de defensa personal. Tras dudar unos minutos, eligió un llavero discreto con un pequeño gas pimienta incorporado. Lo guardó en su bolso, apretándolo cada vez que la ansiedad regresaba.
Era un gesto silencioso, pero para ella representaba algo importante: no volver a sentirse presa fácil.
Los días pasaron. Clara se volcaba en su trabajo, ocultando las ojeras con maquillaje y el miedo con sonrisas forzadas. En las reuniones con Mateo trataba de mostrarse tranquila, aunque a veces sus ojos delataban la tormenta interior.
Una tard