Clara salía tarde del bufete aquella noche. Llevaba bajo el brazo los planos corregidos y en el rostro un cansancio satisfecho: el proyecto avanzaba bien y, aunque los nervios nunca desaparecían, trabajar junto a Mateo le había devuelto algo de calma.
Pero al girar la esquina de la calle, su corazón se detuvo.
Apoyado contra un poste, con las manos en los bolsillos y esa sonrisa que helaba la sangre, estaba Facundo.
—Buenas noches, princesa —dijo con voz baja, casi susurrando—. Veo que sales tarde… ¿Quién te acompaña ahora? ¿Ese compañero tuyo?
Clara apretó los planos contra el pecho y siguió caminando sin mirarlo.
—Déjame en paz, Facundo.
Él rió suavemente, siguiéndola a pocos pasos.
—No hables así. Solo quiero cuidarte. ¿No ves lo peligroso que es salir sola a estas horas? Si no fuera por mí, cualquiera podría hacerte daño.
Clara aceleró el paso, con la respiración entrecortada. Al llegar al portón de su edificio, metió la llave con manos temblorosas. Facundo, detrás, se inc