La mañana amaneció con un sol radiante que entraba tímidamente por las persianas de la clínica Santa Regina. Clara se había despertado más temprano que de costumbre, con la ansiedad propia de quien tiene un propósito pendiente. Durante días había estado recuperándose, aprendiendo de nuevo a caminar por los pasillos, comiendo poco a poco purés y caldos, viendo cómo su madre la cuidaba con una dedicación infinita. Pero esa mañana se sentía distinta: no solo quería ser paciente, también quería volver a ser arquitecta.
El reloj marcaba las ocho y media cuando pidió a una enfermera que le acercara su bolso y el pequeño maletín donde Mateo le había guardado su computadora portátil. El simple hecho de ver el aparato encendido frente a ella, con la pantalla iluminada y los programas cargando, le produjo una oleada de satisfacción. Era como recuperar una parte de sí misma que había quedado en pausa desde el secuestro.
Su madre, Zulema, entró en la habitación con una bandeja de frutas y jugo.