Clara había pasado una noche tranquila, su respiración serena y su semblante más vivo que en los días anteriores. Zulema había dormido en la silla junto a su cama, y Mateo, aunque cansado, había logrado descansar unas horas en la sala contigua gracias a la insistencia de su tío Mykola, que lo obligó casi a salir de la habitación.
A media mañana, un murmullo en el pasillo anunció la llegada de alguien inesperado. Los pasos eran firmes, pero el ritmo delataba nerviosismo. Alejandro se presentó en la recepción con un ramo de flores discretas en la mano. Su rostro, habitualmente seguro y altivo, estaba ensombrecido por la incomodidad. Ya no era el mismo hombre que días atrás había irrumpido en la clínica con la furia de un volcán, levantando la voz y golpeando a Mateo frente a todos. Ahora, con la mirada baja, parecía un hombre consciente de sus errores.
Pidió permiso para pasar, y al entrar al pasillo que conducía a la sala de Clara, se encontró de frente con Mykola y dos de sus hombre