El proyecto del centro de convenciones no había sido olvidado mas bien crecía como un sueño en proceso, un coloso de acero, cristal y áreas verdes que prometía convertirse en el emblema de la ciudad. Para Alejandro Lozano, no era solo un proyecto: era el símbolo de lo que podía construir, del legado que dejaría en el país.
Cada vez que entraba en la sala de proyectos, sentía la misma electricidad recorrerle el cuerpo. Las maquetas brillaban bajo la luz blanca, los renders digitales giraban en pantallas de alta definición, y los equipos trabajaban con una energía contagiosa. Pero aquella mañana, había algo distinto: Clara estaba allí.
Aunque no figuraba ya como arquitecta principal —Raúl había tomado oficialmente las riendas tras su suspensión—, Clara seguía revisando detalles, corrigiendo planos, aportando soluciones que nadie más veía. Su huella estaba en cada fase inicial del diseño, y Raúl lo sabía bien. Por eso la invitaba, la consultaba, la escuchaba.
Alejandro se detuvo en el