Mundo ficciónIniciar sesiónLucía se despertó con una mezcla de emoción y nervios. Tenía una cita con su cuaderno de bocetos. Su cafetera y, curiosamente. Con Javier. Habían acordado verse en su estudio para comenzar a planear la exposición. Sebastián también prometió pasar “solo para supervisar que no se lanzaran pinceles”.
El timbre sonó antes de que Lucía pudiera terminar su café. Abrió la puerta y ahí estaba Javier, con una caja de cartón en las manos y una sonrisa que parecía sacada de una película de domingo.
—¿Qué traes ahí? —preguntó Lucía, arqueando una ceja.
—Material artístico. Y un vestido. Pero no cualquier vestido —dijo él, entrando como si fuera parte del mobiliario.
Lucía lo miró con sospecha. —¿Qué clase de vestido?
—El que usaste en aquella gala donde casi te caes por saludar a tres personas al mismo tiempo. Lo encontré en una caja de recuerdos. Pensé que podía inspirarnos.
Lucía soltó una carcajada. —Ese vestido tiene más drama que una telenovela. ¿Y tú lo guardaste?
—Soy diseñador. No tiro nada que tenga potencial narrativo —respondió. Con tono serio.
Sebastián llegó justo a tiempo para ver a Javier desplegar el vestido sobre la mesa de trabajo.
—¿Esto es una sesión creativa o una intervención emocional? —preguntó. Dejando una bolsa de croissants como ofrenda de paz.
—Ambas —respondieron Lucía y Javier al unísono. Lo que provocó una mirada de “esto se está saliendo de control” por parte de Sebastián.
La tarde se convirtió en una mezcla de bocetos. Ideas absurdas (“¿Y si hacemos una instalación con zapatos rotos?”), y recuerdos que se colaban entre las líneas. Lucía dibujaba con rapidez. Mientras Javier proponía títulos como “Caída elegante” o “Tacón emocional”.
—¿Y tú qué aportas. Sebastián? —preguntó Lucía, mientras él se comía su tercer croissant.
—Yo soy el curador emocional. El que dice “esto tiene sentido” o “esto parece una crisis existencial con lentejuelas” —respondió. Con la boca llena.
Javier se acercó a uno de los bocetos de Lucía. Era una figura femenina rodeada de sombras que se transformaban en flores.
—Este me gusta. Tiene fuerza. Tiene historia —dijo, con tono suave.
Lucía lo miró. —Es parte de mí. De lo que viví. Pero también de lo que superé.
—Entonces será el centro de la exposición —declaró Javier, como si acabara de descubrir el fuego.
Sebastián aplaudió. —¡Tenemos título. Tenemos drama, tenemos croissants! Esto va viento en popa.
La tarde terminó con una promesa: trabajar juntos sin máscaras. Sin etiquetas. Solo arte, humor y un poco de caos controlado.
Lucía, mientras guardaba sus bocetos. Pensó que quizás esta exposición no solo sería una muestra de talento. Sino una forma de reconciliarse con su historia. Y quién sabe, tal vez también con Javier.
—¿Esto es pintura o mermelada? —preguntó Sebastián, mirando con sospecha una mancha roja en la esquina del lienzo.
—Es acrílico. Pero si tienes hambre. Hay galletas en la cocina —respondió Lucía, sin levantar la vista de su boceto.
El estudio estaba patas arriba. Telas colgaban de las paredes, bocetos cubrían el suelo como hojas de otoño. Y en el centro. Una mesa improvisada con café. Lápices, y una vela aromática que nadie recordaba haber encendido.
Javier, con una cinta métrica colgando del cuello como si fuera una medalla olímpica. Caminaba de un lado a otro murmurando: —Luz cálida, fondo neutro, impacto emocional… ¿y si colgamos los vestidos como si flotaran?
—¿Flotaran? ¿Tipo fantasmas de la moda? —dijo Lucía, alzando una ceja.
—Exacto. Como si fueran recuerdos que aún no se han ido —respondió él, con una sonrisa que mezclaba poesía y travesura.
Sebastián, mientras tanto, había tomado el control de la música. —Si vamos a trabajar en esto juntos. Necesitamos una playlist oficial. Algo que diga “somos artistas. Pero también sabemos reírnos de nosotros mismos”.
—¿Incluye reguetón nostálgico y baladas dramáticas? —preguntó Lucía.
—Y salsa romántica, por supuesto —añadió Javier, sin dudar.
La primera canción que sonó fue una mezcla improbable de Marc Anthony y una banda indie francesa. Pero funcionaba. Como todo en ese estudio: caótico. Inesperado. Pero con alma.
—¿Sabes qué me gusta de esto? —dijo Lucía, mientras colgaba uno de sus cuadros.
—¿El olor a barniz y croissants? —aventuró Sebastián.
—Que no estamos intentando impresionar a nadie. Solo estamos contando una historia. Nuestra historia. Con manchas. Risas y todo —respondió ella, con una sonrisa serena.
Javier la miró. —Y eso es lo que hace que funcione. No es una exposición. Es una confesión colectiva.
—Una confesión con buena iluminación —añadió Sebastián, ajustando una lámpara con gesto dramático.
La tarde avanzó entre pruebas de montaje. Discusiones sobre títulos (“¿‘Fragmentos de un nosotros’? ¿Demasiado cursi?”), y una guerra silenciosa por el último croissant.
Cuando el sol comenzó a colarse por las ventanas. Tiñendo todo de dorado. Lucía se detuvo un momento. Observó a Javier, concentrado en ajustar una tela. Y a Sebastián, tarareando mientras barría brillantina del suelo.
Y pensó: Tal vez esto no sea solo una exposición. Tal vez sea el principio de algo más. Algo que no necesita nombre todavía.
El palacio de reinado —que en realidad era el centro cultural donde Lucía preparaba su exposición— estaba en plena efervescencia. Telas colgaban como estandartes, luces se ajustaban como si fueran joyas reales, y Lucía caminaba por los pasillos con la concentración de una reina en víspera de coronación.
—¿Dónde está mi pincel dorado? —preguntó, sin mirar a nadie en particular.
—¿El que parece una varita mágica? —respondió Sebastián, desde una escalera—. Lo usé para espantar una paloma. Fue efectivo.
Lucía suspiró. —Esto es lo más cerca que estaré de la realeza, y ustedes lo convierten en una comedia medieval.
Justo en ese momento. Se escuchó un alboroto en la entrada principal. Voces. Risas, y una frase que resonó como una trompeta desafinada:
—¡Dígale a Lucía que sus amigos más fieles han llegado! ¡Y traemos empanadas!
Los guardias, vestidos con trajes ceremoniales que parecían sacados de una ópera barroca. Se cruzaron de brazos. —Lo sentimos. Nadie entra sin autorización. La reina está segura. Realeza protegida.
Lucía, que pasaba cerca, frunció el ceño. Reconoció esa voz. Y ese tono. Y ese entusiasmo desmedido.
—¿Qué está pasando allá afuera? —preguntó, asomándose por el balcón.
Al verlos, soltó una carcajada. —¡Ah no! ¡Son mis amigos más tontos! ¡Déjenlos pasar antes de que intenten escalar las columnas!
Los guardias se miraron entre sí. Confundidos. —¿Está segura, su majestad? La reina debe estar protegida. Realeza en protocolo.
Lucía bajó las escaleras como si fuera a recibir una delegación diplomática. Se plantó frente a los guardias con una sonrisa traviesa.
—Sí, estoy segura. Y si me pasa algo, será culpa de una empanada mal cocida, no de ellos.
Los amigos —un grupo variopinto de artistas. Músicos y uno que decía ser “consultor espiritual de plantas”— entraron como si fueran parte de una corte alternativa. Uno llevaba una guitarra. Otro una caja de pinturas, y el último… un sombrero con luces.
—¡Lucía! ¡La reina del arte! —gritaron al unísono. Haciendo una reverencia exagerada.
—¿Qué hacen aquí? —preguntó ella, entre risas.
—Vinimos a ayudarte. Y a asegurarnos de que no te conviertas en una estatua de estrés —respondió uno, sacando una bolsa de arepas como si fuera un tesoro.
Sebastián apareció justo a tiempo para ver el desfile. —¿Esto es una invasión artística o una fiesta sorpresa?
—Ambas —respondió Lucía, mientras abrazaba a sus amigos—. Y si alguien pregunta, díganles que la reina autorizó el caos.
Los guardias, aún confundidos. Se retiraron lentamente. Uno murmuró: —La realeza moderna es… peculiar.
Y así, entre empanadas, abrazos y sombreros con luces, el palacio se llenó de una energía nueva. Lucía no solo tenía una exposición en marcha. Tenía un ejército de locos adorab
les que la hacían reír. Recordar quién era. Y celebrar que incluso los reinados más serios necesitan un poco de desorden.







