Mundo ficciónIniciar sesiónUna semana después del tambor lento y la escoba testigo, Lucía despertó con una certeza en el pecho y un antojo de mango con queso que no se explicaba con lógica. Se miró al espejo, se tocó el vientre y sonrió como quien guarda un secreto que pronto será canción.
Jhonson estaba en la cocina, intentando preparar té con papelón (una receta que nadie le había enseñado, pero que él insistía en perfeccionar). Lucía se acercó, le quitó la cuchara de las manos y le dijo:
—Tengo algo que contarte.
—¿Rompí otra taza? —preguntó él, nervioso.
—No. Rompimos otra cosa… el calendario. Estoy embarazada.
Silencio. Luego, una explosión de alegría. Jhonson dejó caer la cuchara, el papelón rodó por el piso, y ambos se abrazaron como si el reino acabara de ganar una copa mundial de ternura.
—¿Estás segura? —susurró él.
—Tan segura como que tu té sabe a sopa —respondió ella, riendo.
Los amigos tontos llegaron justo en ese momento, con empanadas, titulares ficticios y cero discreción.
—¡Buenos días, majestad! —gritó Sebastián—. ¿Ya decretaron el desayuno?
—¡O el almuerzo! —añadió Marquitos—. ¡Porque aquí nadie respeta los horarios!
Lucía los miró, se sentó en la terraza y soltó la bomba con la serenidad de una reina que sabe que su reino es puro corazón:
—Voy a tener un hijo. Nuestro hijo. De Jhonson y mío.
Silencio. Tres segundos. Luego, caos.
Lili lanzó una empanada al aire. Sebastián gritó:
—¡Un sobrenito! ¡Mitad Gales, mitad Gran Bretaña, y con sazón caribeño!
Marquitos se levantó con su bastón de cucharones:
—¡Declaro inaugurado el comité de los tíos de corazón! ¡Aunque no tengamos sangre, tenemos arepas y amor!
Lucía se rió tanto que tuvo que sentarse. Jhonson, aún en shock, recibió un abrazo grupal que parecía más una invasión diplomática.
—¿Ya tiene nombre? —preguntó Lili.
—Todavía no —respondió Lucía—. Pero seguro será uno que se pueda cantar, bailar y escribir en las paredes del palacio.
Sebastián ya escribía titulares:
—“La reina anuncia embarazo con mango en mano y príncipe desmayado de emoción.”
Y así, entre risas, abrazos y promesas de pañales con poesía, el reino celebró la llegada de una nueva vida. No era solo un bebé. Era un símbolo. De mezcla, de amor, de futuro.
Porque en ese palacio, los hijos no nacen con coronas. Nacen con ritmo, con amigos tontos, y con tíos que no tienen sangre… pero sí corazón.
La noticia del embarazo se regó por el palacio como papelón en taza caliente. En menos de una hora, ya había vecinos trayendo regalos, tías organizando rituales, y Marquitos diseñando una cuna con cucharones reciclados.
Lucía caminaba por el jardín con una serenidad nueva. No era solo reina. Era madre en potencia. Y eso, en su reino, significaba decretar antojos sin culpa y abrazos sin horario.
Jhonson, por su parte, intentaba entender los códigos del comité prenatal improvisado.
—¿Por qué hay una olla de mondongo en la sala de reuniones? —preguntó.
—Porque aquí se planea con sabor —respondió Lili, mientras tejía una mantita con hilos de colores y refranes bordados.
Sebastián ya escribía titulares:
—“El heredero real tendrá genes de salsa, té y empanada.”
—“La reina exige que los pañales sean poéticos y biodegradables.”
Marquitos, con su bastón de cucharones, propuso:
—¡Que el bebé tenga doble nacionalidad emocional! Mitad Gales, mitad Gran Bretaña… y un cuarto de Caribe por influencia culinaria.
Lucía se rió.
—Y que aprenda a bailar antes de caminar.
Jhonson se acercó con una caja de madera.
—¿Qué es eso? —preguntó Lucía.
—La cuna. La hice con restos de los muebles torcidos del palacio. Tiene historia, tiene grietas… y cruje como nuestras sillas.
Todos aplaudieron. Lili lanzó pétalos. Sebastián escribió:
—“La cuna real será patrimonio cultural por decreto de amor.”
Y así, entre risas, recetas, y abrazos que ya sabían a futuro, el reino se preparó para recibir al bebé más esperado. No por linaje, sino por mezcla. No por protocolo, sino por ternura.
Porque en ese palacio, los hijos no nacen con títulos. Nacen con tíos de corazón, con cuna que canta, y con una reina que gobierna con arepas… y ahora, con antojos.
La noticia del embarazo no solo sacudió la terraza del palacio: cruzó colinas, atravesó cocinas, y llegó hasta el gallinero, donde una gallina puso un huevo fuera de horario, según Marquitos, “por la emoción”.
Lucía, con su barriga aún invisible pero su sonrisa más grande que nunca, decidió convocar una reunión extraordinaria del Consejo de los Tontos de Corazón. Asistieron todos: Lili con su libreta de nombres, Sebastián con titulares ficticios, Marquitos con una olla de sopa “prenatal” y Jhonson con cara de “¿esto es normal?”.
—Compañeros —dijo Lucía, de pie sobre una silla que crujía como si también opinara—, este bebé no será solo mío ni de Jhonson. Será de todos. Un hijo del reino, de la mezcla, del tambor y del té.
—¡Y de la arepa con mermelada! —gritó Lili.
—¡Y del scone con queso guayanés! —añadió Sebastián.
Marquitos alzó su cucharón como si fuera un cetro.
—¡Propongo que se trace el mapa genético del bebé en la pared del palacio!
—¿Cómo? —preguntó Jhonson, confundido.
—Así —dijo Lucía, y tomó una tiza.
Dibujó un corazón en el centro. Luego, flechas que salían en todas direcciones:
- Una con gaitas y papelón.
- Otra con té y ovejas galesas.
- Una tercera con empanadas, poesía y cucharones.
- Y una última con abrazos sin pasaporte.
—Este será su linaje —dijo Lucía—. No de sangre, sino de sazón.
Sebastián ya escribía titulares:
—“El heredero real tendrá ADN de tambor y tinta.”
—“Reino Unido aprueba ley para reconocer a los tíos de corazón como patrimonio afectivo.”
Lili, emocionada, sacó una caja con ropita diminuta.
—Yo tejí esto anoche. No sabía por qué… pero ahora lo entiendo.
Jhonson la abrazó.
—Gracias. No tienen idea de lo que significa esto para mí.
—Claro que sí —respondió Marquitos—. Significa que vas a cambiar pañales con ritmo y sin quejarte.
Todos rieron. Y entre risas, abrazos y una sopa que nadie supo si era postre o entrada, el reino selló un nuevo pacto: el de criar con ternura, con mezcla, y con humor.
Porque en ese palacio, los hijos no nacen solos. Nacen con un comité de tíos que no comparten sangre… pero sí el alma.
La tarde cayó sobre el palacio como una manta tibia. Lucía, aún con la noticia fresca en el alma, caminaba por el jardín con una arepa en una mano y una lista de antojos en la otra. Jhonson la seguía con cara de “¿qué significa ‘helado de aguacate con galleta de soda’?”
—Es un antojo diplomático —explicó Lucía—. No se cuestiona. Se ejecuta.
Los amigos tontos ya habían montado una oficina improvisada: el Ministerio de Tíos de Corazón, con Marquitos como director, Lili como encargada de abrazos y Sebastián como redactor oficial de titulares ficticios.
—¡Atención! —gritó Marquitos, golpeando una olla como si fuera campana—. Se decreta que todo antojo real será atendido con urgencia y sin juicio.
—¡Y que los tíos de corazón tienen licencia emocional para llorar en el parto aunque no sean de sangre! —añadió Lili, con una flor en el cabello y una empanada en la mano.
Sebastián ya escribía:
—“Reina embarazada exige mango a medianoche y príncipe aprende a pelar yuca con los ojos cerrados.”
Lucía se sentó en la terraza, rodeada de risas, olores y promesas.
—Este bebé va a tener más tíos que cromosomas —dijo, riendo.
—Y más historias que pañales —respondió Jhonson, mientras intentaba entender cómo se baila tambor con una olla en la cabeza.
Una vecina llegó con una caja de ropa diminuta y una pregunta seria:
—¿Y cómo se va a llamar el heredero?
Lucía pensó. Miró a Jhonson. Miró a sus amigos. Miró el cielo.
—Se va a llamar como se llame el primer sonido que haga.
—¿Y si dice “arepa”? —preguntó Marquitos.
—Entonces será Arepín de Gales —respondió Sebastián, anotando el nombre en su libreta.
Todos rieron. Y entre carcajadas, abrazos y decretos absurdos pero llenos de amor, el reino se preparó para recibir al bebé más esperado. No por linaje, sino por mezcla. No por protocolo, sino p
or ternura.
Porque en ese palacio, los hijos no nacen con títulos. Nacen con tíos que no tienen sangre… pero sí licencia para amar sin medida.







