Mundo ficciónIniciar sesiónLa lluvia comenzó a caer justo cuando el último disco de vinilo giraba en la tornamesa. Afuera, las gallinas se habían refugiado bajo el alero. Y adentro. Lucía encendía velas como quien prepara un ritual sin nombre.
Jhonson la miraba desde el rincón donde antes había intentado bailar tambor con una escoba. Esta vez no había escoba. Solo silencio, miradas y una canción que hablaba de amores que no necesitan permiso.
Lucía se acercó. Con una camisa que olía a mango y a nostalgia.
—¿Sabes qué pasa cuando el tambor suena lento? —susurró.
—¿Qué pasa? —preguntó él, sin moverse.
—Que no se baila. Se siente.
Y entonces no hubo palabras. Solo manos que aprendían el idioma de la piel. Caricias que parecían versos. Y una lámpara que parpadeaba como si entendiera el momento.
No fue una escena de película. Fue una escena de vida. Con risas nerviosas. Con torpezas dulces, con pausas que decían más que cualquier poema.
Lucía lo miró después. Con el cabello desordenado y el corazón en calma.
—No eres un príncipe de cuentos —dijo.
—Ni tú una reina de protocolo —respondió él.
Y entre sábanas que olían a papelón y promesas sin firma. Entendieron que el amor no se decreta. Se construye. Se honra. Se respira.
La madrugada llegó sin apuro. Afuera, el tambor lento seguía sonando en la memoria. Como si el viento lo repitiera entre las hojas de los árboles. Lucía y Jhonson no dormían. No por insomnio, sino por plenitud.
El cuarto olía a papelón, a lino, a piel recién descubierta. La lámpara parpadeaba menos. Como si también se hubiera rendido al silencio.
Lucía se levantó. Caminó descalza hasta la ventana y miró el cielo.
—¿Sabes qué me enseñó esta noche? —preguntó.
—¿Qué? —respondió Jhonson, aún envuelto en la sábana como quien guarda un secreto.
—Que el cuerpo también puede gobernar. Que hay leyes que no se escriben, pero se sienten.
Jhonson se acercó. La abrazó por la espalda.
—Entonces esta noche fue constitucional.
Ella rió.
—Fue más que eso. Fue fundacional.
En la cocina. La tía preparaba café sin saber que el reino acababa de expandirse. No en territorio. Sino en confianza. No en mapas, sino en piel.
Lucía volvió a la cama. Tomó su cuaderno y escribió:
> Hoy aprendimos a gobernar sin palabras.
> Hoy el tambor marcó el ritmo de una ley nueva:
> la del cuerpo compartido, del deseo sin miedo,
> del amor que no exige, pero transforma.
Jhonson la miró.
—¿Y si esta ley no la entienden?
Lucía cerró el cuaderno.
—Entonces la cantamos. O la cocinamos. O la sembramos en cada abrazo.
Y así, mientras el sol comenzaba a pintar de naranja las grietas del palacio, la reina y el príncipe entendieron que el amor íntimo no es solo encuentro. Es pacto. Es arte. Es gobierno.
La mañana siguiente amaneció con sol. Café y chismes en el aire. En la terraza. Lili, Sebastián y Marquitos estaban reunidos como siempre: sin protocolo. Sin zapatos. Y con una olla de papelón que parecía más sopa que bebida.
Lucía llegó con una sonrisa sospechosa. El tipo de sonrisa que no se disimula ni con arepas.
—¿Y esa cara de reina iluminada? —preguntó Lili, mientras pelaba un mango con cuchillo de mantequilla.
—¿Te ganaste otro reino? —añadió Sebastián, con tinta en la oreja.
Lucía se sentó, tomó una empanada y soltó como quien lanza una bomba de confeti:
—Anoche… consumé el tratado con el príncipe.
Silencio. Tres segundos. Luego, caos.
Marquitos se atragantó con papelón. Lili lanzó el mango al aire. Sebastián gritó:
—¡¿Qué?! ¡¿Ya hubo diplomacia horizontal?!
Lucía se rió tanto que casi se cae de la silla.
—Sí, señores. Hubo tambor lento, hubo intercambio cultural… y hubo escoba testigo.
—¡La escoba! —gritó Marquitos—. ¡La misma que usó para bailar! ¡Eso es patrimonio nacional!
Lili se levantó como quien va a dar un discurso.
—Yo propongo que se declare el Día del Encuentro Real. Con arepas dobles y sin pantalones.
Sebastián ya escribía titulares ficticios:
—“La reina confirma que el príncipe baila mejor sin ropa diplomática.”
Lucía se tapó la cara, entre risas.
—Ustedes son unos tontos.
—¡Pero somos tus tontos! —respondieron al unísono.
Jhonson apareció en ese momento, despeinado, con una taza de té y cara de “¿por qué hay un mango en el techo?”. Todos lo miraron como si fuera el nuevo héroe nacional.
—¡Príncipe! —gritó Marquitos—. ¿Cómo se siente después de la firma del tratado?
Jhonson se sonrojó.
—Firmé con tinta invisible… pero con mucha convicción.
Lucía lo abrazó.
—Bienvenido al comité de los metiches.
Y así, entre carcajadas, empanadas y titulares inventados. El reino celebró su primer acto íntimo como si fuera una fiesta familiar.
. Porque en ese palacio. El amor no se escondía. Se cantaba, se cocinaba, y se contaba con humor.







