Mundo ficciónIniciar sesiónEl sol apenas comenzaba a calentar los muros del palacio cuando Lucía se despertó. No había trompetas ni sirvientes. Solo el aroma de café con papelón y el sonido de una gaita lejana que alguien tocaba desde el jardín. Jhonson aún dormía. con la bufanda de “Sí, pero con sazón” enrollada como almohada.
Lucía se levantó, se puso una camisa de lino y bajó a la cocina. No quería desayuno real. Quería arepas. Quería mango. Quería hablar con Lili, Sebastián y Marquitos sin títulos ni reverencias.
Los encontró en la terraza. Rodeados de platos improvisados y risas desordenadas.
—¿Y ahora qué? —preguntó Sebastián, con una servilleta llena de tinta.
—Ahora… se gobierna con arte —respondió Lucía, mordiendo una empanada de cazón.
Jhonson apareció con el cabello despeinado y una taza de té. Se sentó junto a Lucía y le pasó una hoja escrita a mano.
—¿Qué es esto? —preguntó ella.
—Nuestro manifiesto. Lo escribí anoche, entre gaitas y sueños.
Lucía leyó en voz baja:
> Gobernaremos con sabor. Con ritmo. Con memoria.
> No habrá decretos sin poesía. Ni leyes sin tambor. > Cada decisión será una mezcla de mundos. > Y cada error. umuna oportunidad de crear algo nuevo.Ella lo miró. —¿Y si nadie lo entiende?
—Entonces lo bailamos —respondió él.
Marquitos se levantó con su bastón de cucharones. —¡Declaro inaugurado el reinado del desorden creativo!
Lili lanzó pétalos al aire. Sebastián escribió titulares ficticios:
—“La reina decreta que todo lunes debe empezar con salsa y café fuerte.”Lucía sonrió. No era una reina tradicional. Era una mujer que había elegido reinar con sabor, con amigos. Y con un príncipe que no sabía bailar… pero que aprendía con cada paso.
Y así comenzó el primer día del nuevo reino. No con coronas, sino con colores. No con órdenes, sino con abrazos. No con miedo, sino con arte.
Una semana después del “sí” sin protocolo. Lucía decidió que era hora de mostrarle a Jhonson su otro mundo. No el de coronas ni candelabros. Sino el de su infancia. Sus colores. Sus sabores. Así que una mañana, mientras desayunaban mango con queso y pan andino. Lo miró con picardía:—¿Y si te llevo a mi palacio?
Jhonson levantó una ceja. —¿A tu otro palacio?
—Sí. El de verdad. El que huele a café recién colado y donde las paredes tienen grietas con historia.
—Acepto. Pero solo si me prometes que no habrá protocolo.
—Te prometo que lo más formal que verás será a mi tía con su batola de flores y su peinado de domingo.
Una semana después, el avión real aterrizaba en suelo británico. Pero no en Londres. No. En un rincón del sur, donde el palacio de Lucía se alzaba entre colinas verdes. Bugambilias y gallinas que cruzaban el camino sin pedir permiso.
La llegada.
Los guardias del palacio estaban en formación… más o menos. Uno tenía una arepa en la mano. Otro se limpiaba los lentes con la manga. Pero cuando vieron bajar a Lucía, gritaron al unísono:
—¡Llegó nuestra reina!
Y una sirvienta, emocionada, corrió hacia la entrada gritando:
—¡Y creo que viene con el príncipe de Gales! ¡Ay, Dios mío, que alguien esconda los calderos!Lucía entró riendo. Con Jhonson de la mano. Él miraba todo con ojos de niño en feria: los tapices desiguales. Los cuadros torcidos, el olor a guiso que salía de la cocina.
—Este es mi palacio —dijo Lucía—. Aquí no hay tronos, pero hay sillas que crujen y abrazan.
—Y huele a infancia —respondió él, cerrando los ojos.
El té de bienvenida.
En lugar de una recepción formal. Hubo una merienda en el patio trasero. La mesa era una mezcla de lo imposible:
- Tazas de porcelana con té inglés. - Platos de barro con empanadas de carne mechada. - Una bandeja con scones al lado de una olla de papelón con limón.—¿Esto es normal? —susurró Jhonson.
—Esto es familia —respondió Lucía.
Una tía le ofreció un abrazo y un consejo:
—Mijo, si quiere durar con esta reina, aprenda a bailar tambor y a pelar yuca sin quejarse.Jhonson sonrió. —Estoy listo para el entrenamiento.
La noche.
Esa noche, en la habitación donde Lucía había escrito sus primeros poemas. Ambos se sentaron en el suelo. Rodeados de fotos vieja. Discos de vinilo y una lámpara que parpadeaba como si también quisiera participar.
—Gracias por traerme —dijo él.
—Gracias por venir sin miedo —respondió ella.
Y entre risas, cuentos de infancia y un intento fallido de enseñarle a Jhonson a bailar tambor con una escoba. La reina y el príncipe entendieron que el amor no necesita castillos… solo ganas de compartir el caos con ternura.
Al día siguiente, Lucía despertó con el canto de los gallos y el olor a arepa tostada. Jhonson ya no dormía: estaba en el patio, intentando dibujar con tizas sobre el muro del fondo. No sabía que ese muro era sagrado. Allí. Cada generación había dejado su huella: manos pintadas. Frases sin autor. Garabatos que contaban secretos.Lucía se acercó con una taza de café.
—¿Sabes dónde estás dibujando? —En el muro de los abrazos, ¿no? —respondió él, sonriendo—. Me lo contó tu tía mientras pelaba yuca.Lucía se sentó a su lado.
—Aquí no se firma. Aquí se siente. —Entonces déjame sentir contigo —dijo él, y trazó una línea que parecía un río, pero también una vena.Ese día, nadie habló de coronas ni de decretos. Pero Marquitos, con su bastón de cucharones, propuso algo:
—¡Que se declare la primera ley del nuevo reino!Sebastián, con tinta en los dedos, preguntó:
—¿Y cuál sería?
Lucía se levantó. miró el mural. Y dijo:
—Que todo abrazo sincero tenga más valor que cualquier firma.Lili aplaudió. La tía gritó desde la cocina:
—¡Eso sí es gobernar con sentido!
Y así, sin papeles ni sellos, nació la primera ley del reino:
> “Todo abrazo sincero será considerado acto de gobierno.”La noticia corrió por las colinas. Los vecinos llegaron con panes caseros, con cuentos, con guitarras. Un niño trajo una caja de crayones y dibujó un tambor en el mural. Una abuela cantó una décima. Y Jhonson, sin saberlo, comenzó a bailar mejor.
Esa noche, Lucía escribió en su cuaderno:
> “Hoy gobernamos sin miedo. Hoy el reino se expandió sin fronteras. Hoy el arte fue ley.”Y mientras la lámpara parpadeaba como siempre, ella y Jhonson se abrazaron frente al mural. No eran reina y príncipe. Eran dos corazones que habían aprendido a gobernar con ternura.







