Mundo ficciónIniciar sesiónLucía se acomodó en el sillón del salón principal del “palacio” —una mezcla entre galería de arte y centro cultural con cortinas que parecían sacadas de una telenovela de época. Frente a ella. Sus amigos más tontos (como ella los llamaba con cariño) se sentaban en círculo. Con cara de niños esperando un cuento antes de dormir.
—Bueno, ya que están todos aquí. Y que no han incendiado nada todavía… —empezó Lucía, cruzando las piernas con aire teatral—. Les voy a contar cómo pasé de vender empanadas en la esquina de la plaza Bolívar… a convertirme en reina de Gran Bretaña.
Hubo un silencio. Luego. Una carcajada general.
—¡Eso es imposible! —gritó Marquitos. El del sombrero con luces.
—¿Tú te casaste con un príncipe? ¿Te confundieron con una duquesa? —preguntó Lili, mientras se comía una empanada con reverencia.
—Nada de eso —respondió Lucía, con una sonrisa traviesa—. Todo empezó con una empanada de queso. Y una turista británica con hambre.
Los amigos se inclinaron hacia adelante. Como si estuvieran viendo una película.
—La señora me pidió una empanada. Yo le di la mejor que tenía. Ella lloró. Literalmente lloró. Me dijo que nunca había probado algo tan “emocionalmente honesto”. Yo pensé que estaba loca. Pero resulta que era la directora de una fundación de arte culinario en Londres.
—¿Y te llevó a Londres por una empanada? —preguntó uno. Con los ojos como platos.
—No solo eso. Me invitó a presentar mi “obra” en un evento de cocina emocional. Yo fui con mi delantal. Mis empanadas y mi acento caraqueño. Y ahí estaba: rodeada de chefs con estrellas Michelin y yo con mi bandeja de papel aluminio.
—¡Eso es épico! —gritó Marquitos. Levantando su sombrero como si fuera una corona.
—La cosa se puso seria cuando uno de los asistentes. Que resultó ser primo lejano de un duque. Me dijo que yo tenía “presencia real”. Pensé que era una broma. Pero al día siguiente, me invitaron a una cena en el Palacio de Kensington.
—¿Y tú fuiste con empanadas? —preguntó Lili, con los ojos brillando.
—Obvio. ¿Qué más iba a llevar? ¿Un soufflé? —respondió Lucía, riendo.
—¿Y ahí te nombraron reina? —dijo Sebastián, que había llegado justo a tiempo para escuchar el clímax.
Lucía se encogió de hombros. —No oficialmente. Pero desde ese día. Cada vez que alguien me ve en Londres, me dicen “Your Majesty of Flavor”. Y cuando vine a montar esta exposición. Decidí que si el arte puede ser realeza. Yo también.
Los amigos estallaron en aplausos. Risas y gritos de “¡Viva la Reina de las Empanadas!”
Uno de ellos se arrodilló y le ofreció una empanada como si fuera una joya real.
—Acepto esta ofrenda —dijo Lucía, tomando la empanada con solemnidad—. Y decreto que todos los presentes serán parte de mi corte creativa.
—¡Yo quiero ser el Ministro de Salsas! —gritó Marquitos.
—¡Y yo la Embajadora de Arepas! —añadió Lili.
Sebastián se cruzó de brazos. —Yo solo quiero que me dejen dormir en el sofá real.
Lucía los miró con ternura. —Ustedes siempre han sido mi reino. Solo que ahora tenemos cortinas elegantes y una exposición que lo prueba.
Y así, entre risas, títulos absurdos y empanadas compartidas. Lucía no solo confesó su historia. La convirtió en leyenda. Porque en su mundo. La realeza no se mide por coronas. Sino por sabor. Arte y amigos que saben reírse contigo.
—Entonces, ¿te convertiste en reina por una empanada? —preguntó Marquitos, aún procesando la historia.
—No exactamente —respondió Lucía, con una sonrisa pícara—. Me convertí en reina porque nadie más se atrevió a llevar una empanada con orgullo a una cena de gala.
—¡Eso es liderazgo! —gritó Lili, levantando su empanada como si fuera un cetro.
Sebastián, que ya había asumido el rol de “cronista oficial del reinado”, sacó una libreta. —Voy a escribir esto. “Lucía I, Reina de la Sazón. Protectora de la masa dorada y defensora del relleno honesto”.
—Y fundadora del Reino de la Empanadería Creativa —añadió Marquitos, que ya estaba diseñando un escudo con una empanada cruzada por pinceles.
Lucía se dejó caer en el sillón con aire teatral. —¿Saben qué es lo más gracioso? Que en Londres. Cuando me preguntaban por mi formación, yo decía: ‘Graduada en la Universidad de la Calle, con especialización en salsa picante y supervivencia emocional’.
—¡Eso es más prestigioso que Oxford! —dijo Lili, mientras Sebastián asentía solemnemente.
—Y cuando me preguntaban por mi estilo artístico. Yo respondía: ‘Empanada expresionista con toques de drama tropical’. Nadie entendía nada, pero todos aplaudían.
—¿Y el protocolo real? ¿Te enseñaron a hacer reverencias? —preguntó Marquitos, intentando imitar una sin éxito.
—Claro. Me dijeron que debía inclinarme ante la reina. Yo les dije: ‘¿Y si la reina soy yo?’ —respondió Lucía, provocando una carcajada general.
Los guardias. Que aún custodiaban la entrada del palacio. Miraban desde lejos con cara de “esto no estaba en el manual”.
Uno se acercó con cautela. —Disculpe, su majestad… ¿estos ciudadanos forman parte de la corte?
Lucía se levantó con dignidad. Se acomodó la chaqueta como si fuera una capa y respondió:
—Sí, son mis ministros del caos. mis embajadores del sabor y mis asesores en risas. La reina está segura. Y mejor acompañada que nunca.
El guardia asintió. Confundido pero convencido. —Entonces… que continúe el reinado.
Y así, entre empanadas, títulos inventados y carcajadas que resonaban por los pasillos. Lucía no solo reafirmó su historia. La convirtió en una leyenda viva. Porque en su reino. El humor era ley. La amistad era corona. Y el arte, siempre tenía sabor.
Los amigos seguían celebrando con empanadas en mano. Coronas de papel y títulos inventados. Marquitos ya se había autoproclamado “Duque de la Salsa Rosada” y Lili estaba diseñando una bandera con una arepa en el centro.
Lucía los observaba con una mezcla de ternura y risa. Se subió a una pequeña tarima improvisada —una caja de madera que antes contenía pinceles— y alzó la voz como si estuviera dando un discurso real.
—¡Atención, corte creativa! Tengo una confesión que hacer —dijo, con tono solemne.
Todos se callaron. Sebastián incluso se quitó el sombrero por respeto.
—No me hice reina por mérito. Ni por linaje. Ni por una empanada milagrosa —comenzó Lucía, con una sonrisa traviesa—. Me hice reina… ¡por accidente!
Hubo un silencio. Luego, una explosión de carcajadas.
—¿Cómo que por accidente? —gritó Marquitos, casi atragantándose con una empanada.
—¡Sí! Se confundieron. Me invitaron a un evento de arte culinario. Y alguien pensó que yo era parte de la delegación real venezolana. Me trataron como realeza. Me dieron una suite, me ofrecieron té con nombres raros. Y yo simplemente seguí el juego.
—¡Eso es brillante! —dijo Lili, aplaudiendo—. ¡La reina infiltrada!
—Y lo mejor —continuó Lucía, bajando de la tarima— es que. Aunque fue un error. Me gustó. Me sentí libre.poderosa. Divertida. Como si por fin pudiera ser quien soy, sin pedir permiso.
Sebastián se acercó con una sonrisa cómplice. —Entonces no eres reina por accidente. Eres reina por actitud.
—Exacto —dijo Lucía, alzando una empanada como si fuera un cetro—. Y si el mundo quiere confundirme con una reina. Que lo haga. Yo me siento bien siendo reina. Es divertido. Y además, tengo los mejores súbditos del planeta.
Los amigos la rodearon en un abrazo grupal digno de una película. Marquitos gritó: —¡Larga vida a Lucía I, Reina del Sabor y del Sarcasmo!
—¡Y del arte emocional! —añadió Lili.
—Y de los tacones rotos con dignidad —dijo Sebastián, guiñándole un ojo.
Lucía se rió con fuerza. Porque en ese momento. Rodeada de locura. Cariño y croquetas improvisadas. Entendió que no n
ecesitaba una corona oficial. Su reinado estaba hecho de risas, historias y una libertad que nadie podía quitarle.







