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Capítulo 18: El baby shower del tambor y la tetera

El palacio amaneció decorado con cintas de colores, flores tropicales y banderines que decían cosas como “¡Cuidado con los antojos reales!” y “¡Príncipe en proceso de horneado!”. Marquitos, con su bastón de cucharones, dirigía el montaje como si fuera una ópera culinaria.

—¡La olla de papelón va al centro! ¡Los scones a los lados! ¡Y que nadie se atreva a poner una corona en la torta!

Lucía, con su barriga apenas visible y su sonrisa más grande que nunca, supervisaba todo mientras comía mango con queso. Jhonson intentaba inflar globos con forma de arepa, sin mucho éxito.

—¿Y si hacemos uno con forma de tambor? —preguntó él.  

—Solo si suena cuando lo explote —respondió Sebastián, que ya escribía titulares:  

—“Reino celebra baby shower con gaitas, té y empanadas voladoras.”

Lili organizó el ritual de bienvenida multicultural. Primero, una gaita suave tocada por un vecino que nunca había tocado gaita, pero que lo hacía con amor. Luego, una ceremonia del té dirigida por una tía británica que usaba batola de flores y hablaba con acento de Mérida.

—Este bebé va a tener más pasaportes emocionales que pañales —dijo Lucía, mientras recibía una cuna tejida con hilos de dos banderas y una almohada bordada con la frase: “Gobierna con ternura”.

Marquitos propuso un juego:  

—¡Adivinen el primer antojo del bebé!  

—¡Arepa con mermelada! —gritó Lili.  

—¡Té con ají dulce! —dijo Jhonson, sudando.  

—¡Sopa de mango con poesía! —anotó Sebastián.

Lucía se rió.  

—Sea lo que sea, lo cocinaremos juntos.

La fiesta siguió con bailes improvisados. Abrazos sin protocolo y una canción que todos cantaron. Aunque nadie sabía la letra. Solo el ritmo. El tambor lento. El tambor que ya era parte del bebé.

Y cuando cayó la noche. Lucía escribió en su cuaderno:

> Hoy celebramos la mezcla.  

> Hoy el tambor y la tetera se dieron la mano.  

> Hoy el reino entendió que los hijos no solo nacen:  

> se esperan, se cantan, se bailan.

Porque en ese palacio. El baby shower no era una fiesta. Era una declaración de amor. De culturas que se abrazan. De amigos que no son tíos de sangre… pero sí de corazón.

La fiesta del baby shower no terminó con la última empanada. Al contrario, parecía que el reino había entrado en una especie de carnaval prenatal. Cada día. Alguien llegaba con una nueva propuesta: una canción de cuna en ritmo de gaita. Una receta de papilla con té negro. O una danza que mezclaba vals británico con zapateo sabanero.

Lucía, con su barriga ya más notoria. Caminaba por el palacio como quien lleva una estrella en formación. Jhonson la seguía con una libreta llena de nombres posibles. Todos raros, todos hermosos:

 

—¿Y si lo llamamos “Témpano de Mango”?  

—Solo si nace en invierno y con sabor tropical —respondía Lucía, riendo.

Una tarde, mientras el tambor sonaba suave en el jardín, Lucía se detuvo.  

—Shhh… —dijo—. El bebé se movió.  

Todos corrieron como si fuera una alarma de ternura.

—¿Qué sintió? —preguntó Lili.  

—Como si el tambor hubiera respondido desde adentro —dijo Lucía, con los ojos brillantes.

Marquitos, emocionado, declaró:  

—¡Eso es señal de que el bebé tiene ritmo! ¡Y que va a bailar antes de hablar!

Sebastián ya escribía titulares.

—“Feto responde a tambor y confirma que heredará la diplomacia del meneíto.”  

—“Reina embarazada recibe profecía del vientre: el heredero será poeta con maracas.”

Esa noche, Lucía soñó con una voz que salía de su vientre. No era una palabra. Era un verso. Un susurro que decía:  

> “No vengo a reinar. Vengo a mezclar.  

> No traigo corona. Traigo tambor y té.  

> No soy futuro. Soy presente con ritmo.”

Al despertar, lo escribió en su cuaderno.  

—El bebé ya habla —dijo.  

—¿Y qué dice? —preguntó Jhonson.  

—Que no quiere trono. Quiere abrazo.

Y así, entre señales poéticas, movimientos con ritmo y tíos que ya ensayaban canciones de cuna con cucharones. El reino entendió que el heredero no sería solo un niño. Sería una revolución de ternura.

Porque en ese palacio. Los bebés no nacen con decretos. Nacen con profecías bailables. Con amigos que escuchan el vientre… y con un tambor que responde.

La fiesta del baby shower había dejado huellas en cada rincón del palacio: pétalos en los pasillos. Cucharones colgando de los árboles. Y una bandera improvisada que decía “¡Herederito en camino, con ritmo y sin protocolo!”

Lucía despertó al día siguiente con una sensación nueva. No era solo el peso dulce del embarazo. Era algo más. Algo que vibraba desde adentro. Como si el bebé quisiera participar en la conversación.

—¿Lo sentiste? —preguntó a Jhonson, mientras se acomodaban en la terraza. 

—Sí. Como si pateara en clave de tambor.

Marquitos, que pasaba con una olla de sopa de mango, se detuvo. 

—¡Eso fue un tres por cuatro! ¡El bebé tiene oído musical!

Lili llegó con una flor en la oreja y una libreta llena de nombres.  

—¿Y si lo llamamos Ritmito?  

—¿Y si lo llamamos Versito? —propuso Sebastián, que ya escribía titulares:  

—“Feto responde con ritmo y exige cuna que cruje en do menor.”

Lucía se levantó y caminó hacia el mural de los abrazos. Allí, donde antes se habían escrito decretos sin tinta, dibujó una espiral.  

—Esto es lo que siento —dijo—. Una canción que no se ha escrito, pero que ya se canta.

Jhonson la abrazó.

 

—Entonces hay que construirle una cuna que sepa escuchar.

Marquitos, emocionado, propuso:  

—¡Una cuna que cruje como las sillas del palacio! ¡Con madera que tenga memoria!

Y así, entre risas, dibujos y cucharones convertidos en instrumentos. El reino comenzó a preparar el nacimiento como si fuera una ceremonia ancestral. No con incienso. Sino con guiso. No con inciertas profecías. Sino con señales claras: el bebé ya hablaba en ritmo.

Lucía escribió en su cuaderno:

> Hoy el vientre cantó.  

> Hoy la cuna crujió.  

> Hoy el reino entendió que el futuro no se espera:  

> se escucha, se baila, se cocina.

Porque en ese palacio. Los hijos no nacen con silencio. Nacen con tambor, con té. Y con tíos que saben leer pataditas como si fueran versos.

Nueve meses después del tambor lento, del baby shower con scones y empanadas, y de los titulares ficticios que anunciaban “¡Herederito con ADN de arepa y té!”, el palacio despertó con una señal clara: Lucía estaba en labor de parto.

Pero no en una sala estéril ni rodeada de médicos con guantes blancos. No. En su habitación de infancia, con paredes que crujían, fotos torcidas, y una lámpara que parpadeaba como si también estuviera nerviosa.

—¡Llegó el momento! —gritó Lili, corriendo con una olla de agua caliente que nadie pidió.  

—¡Activen el protocolo de ternura! —ordenó Marquitos, mientras se ponía una bata de cocina

como si fuera bata médica.  

—¡Titulares en marcha! —anunció Sebastián, ya escribiendo:  

—“La reina da a luz entre gaitas, cucharones y una playlist de salsa prenatal.”

Jhonson estaba pálido, emocionado, y con una toalla en la mano que no sabía dónde poner.  

—¿Estás bien? —preguntó.  

—Estoy pariendo con ritmo —respondió Lucía, sudando pero sonriente.

Las tías cantaban décimas. Las vecinas rezaban con acento cruzado. Y en medio de todo, Lucía respiraba como quien sabe que está trayendo al mundo algo más que un bebé: una mezcla, una promesa, una revolución de ternura.

El bebé nació justo cuando una gaita sonó en el patio. No lloró. Hizo un sonido que todos juraron era un “¡Ajá!”.  

—¡Ya habla! —gritó Marquitos.

 

—¡Y tiene swing! —añadió Lili.

Lucía lo sostuvo en brazos.

 

—Bienvenido, mi amor. No eres príncipe ni heredero. Eres tambor con corazón.

Jhonson lloró. Sebastián escribió:  

—“Reino celebra nacimiento del primer bebé con doble sazón y triple ciudadanía emocional.”

Y así, entre cucharones, abrazos y una lámpara que dejó de parpadear como si dijera “ya nació”, el palacio celebró la llegada del nuevo miembro. No con coronas. Con arepas. No con decretos. Con canciones.

Porque en ese reino, los nacimientos no se anuncian con trompetas. Se celebran con gaitas, té, y tíos que no tienen sangre… pero sí alma.

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