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Capítulo 7: Tacones, Tropiezos y Tentaciones

La mañana siguiente amaneció con un sol radiante y una Lucía decidida a no dejar que los recuerdos la confundieran. Se puso sus gafas de sol más grandes —esas que gritaban “no estoy para dramas”— y salió rumbo al café donde había quedado con Sebastián… y, por sorpresa.  También con Javier.

—¿Así que tú también madrugas? —dijo Lucía al ver a Javier ya sentado. Con un café en la mano y una sonrisa que parecía sacada de una comedia romántica.

—Solo cuando hay posibilidades de ver a mi exnovia tropezar con sus propios tacones —respondió él, guiñándole un ojo.

—¡Ja! Pues hoy vengo con zapatillas. Imposible tropezar —replicó ella. Alzando el pie como si fuera una declaración de independencia.

Sebastián llegó justo a tiempo para evitar que la conversación se convirtiera en una competencia de sarcasmos. —¿Ya empezaron con su rutina de comedia? ¿O todavía están en la fase de “miradas intensas y silencios incómodos”?

—Estamos en la fase “coqueteo con café y trauma compartido” —dijo Lucía, tomando asiento con una sonrisa traviesa.

La conversación fluyó como si fueran tres personajes atrapados en una sitcom. Javier contaba cómo había confundido una crema antiarrugas con pasta dental (“Mi boca nunca se sintió tan rejuvenecida”). Mientras Sebastián relataba su intento fallido de hacer yoga con una clase virtual que terminó con él atrapado en posición de “tortuga confundida”.

Lucía, por su parte, confesó que había intentado pintar un retrato de sí misma. Y terminó con algo que parecía una mezcla entre Frida Kahlo y un aguacate triste.

—¿Y eso lo vas a incluir en tu exposición? —preguntó Javier, aguantando la risa.

—Claro que no. Lo guardo para cuando necesite chantajearme emocionalmente —respondió ella, con tono dramático.

Pero entre las risas, había algo más. Una complicidad que se tejía entre bromas y recuerdos. Javier la miraba como si cada gesto suyo fuera una pista de algo más profundo. Lucía lo notaba. Pero se hacía la desentendida. Hasta que Sebastián, con su estilo directo. Soltó:

—¿Van a seguir con el flirteo pasivo-agresivo o ya puedo pedir el postre sin sentir que interrumpo una telenovela?

Lucía soltó una carcajada. Javier se encogió de hombros. —Yo solo digo que si esto fuera una película. Ya estaríamos en la escena del beso bajo la lluvia.

—Pues que llueva café. Porque lo único que quiero ahora es un capuchino doble —dijo Lucía, levantando la mano para llamar al mesero.

La mañana siguió entre risas. Planes absurdos (“¿Y si abrimos una galería que también sea lavandería?”), y miradas que decían más que las palabras. Lucía sentía que. Por primera vez. Podía reírse del pasado sin que doliera. Y quizás, solo quizás. Empezar a escribir una historia nueva. Con un poco de humor. Mucho arte. Y quién sabe, tal vez un beso bajo la lluvia.

—¿Y si les digo que este café tiene el mejor pastel de zanahoria de la ciudad? —dijo Sebastián, levantando una ceja con aire de experto repostero.

—¿Desde cuándo eres crítico gastronómico? —preguntó Lucía, divertida.

—Desde que descubrí que el amor no siempre alimenta. Pero el pastel sí —respondió él, con tono solemne.

Javier soltó una carcajada. —Eso merece una placa conmemorativa. “Aquí Sebastián descubrió que el azúcar es más fiel que el romance”.

—Y más barato —añadió Lucía, mientras el mesero dejaba tres platos con porciones generosas del famoso pastel.

El primer bocado fue seguido por un silencio reverente. Luego. Sebastián rompió el momento con una mueca.

—¿Esto tiene jengibre? ¡Estoy siendo traicionado por un vegetal disfrazado de postre!

—Es arte culinario. Sebastián. No lo entenderías —dijo Javier, fingiendo sofisticación.

Lucía se reía tanto que casi se atraganta. —Esto parece una escena eliminada de una comedia romántica. Solo falta que alguien derrame café en la camisa de otro.

Como si el universo estuviera escuchando. Javier, en un gesto entusiasta. Volcó su taza… directo sobre su pantalón.

—¡Perfecto! —exclamó, mirando la mancha—. Ahora sí, escena completa.

—¿Ves? El universo tiene sentido del humor —dijo Lucía, pasándole servilletas mientras intentaba no reírse demasiado.

—Y yo tengo una cita con la tintorería —murmuró Javier, resignado.

Sebastián, entre risas, sacó su teléfono. —Esto merece una foto. “El artista torturado, versión café con leche”.

—Ni se te ocurra —dijeron Lucía y Javier al unísono. Lo que provocó otra ronda de carcajadas.

La tarde se deslizaba entre bromas. Anécdotas absurdas y esa sensación de que. Por un momento. Todo estaba bien. Lucía se sorprendía a sí misma disfrutando de la compañía de Javier sin el peso del pasado. Y él. Por su parte. Parecía más relajado, más auténtico.

—¿Sabes? —dijo Javier, mientras se limpiaba la mancha con dignidad cuestionable—. Me alegra que estemos aquí. Sin máscaras. Sin guiones.

Lucía lo miró. Con una sonrisa suave. —A veces, lo mejor que podemos hacer es improvisar.

—Y si sale mal. Siempre podemos culpar al pastel —añadió Sebastián, alzando su tenedor como si brindara.

Y así, entre migas de zanahoria, manchas de café y carcajadas sinceras. El capítulo no cerró con un beso ni una gran revelación. Sino con algo más poderoso: la certeza de que. A veces. El humor es el primer

—¿Y si hacemos un brindis? —propuso Sebastián, levantando su vaso de agua con la solemnidad de un maestro de ceremonias.

—¿Por qué? —preguntó Lucía, arqueando una ceja con sospecha.

—Por el reencuentro. Por el pastel traicionero. Por los pantalones manchados y por las exposiciones improbables —enumeró Sebastián, con una sonrisa de oreja a oreja.

—Y por las zapatillas que evitaron una tragedia —añadió Javier, alzando su vaso también.

Lucía los miró.  Divertida. —Y por los exnovios que no se convierten en villanos. Solo en personajes secundarios con buen peinado.

—¡Oye! —protestó Javier, fingiendo indignación—. Yo merezco al menos un spin-off.

—Solo si hay presupuesto para efectos especiales —dijo ella, brindando con ellos.

El tintinear de los vasos fue seguido por una pausa breve. De esas que no incomodan.  Sino que permiten que las miradas hablen. Lucía sintió que algo se había desbloqueado. No era amor, no todavía. Pero sí una especie de tregua con el pasado. Una tregua con risas.  Pastel y un poco de café derramado.

—¿Sabes qué es lo más raro de todo esto? —dijo Javier, mirando a Lucía con una mezcla de ternura y picardía.

—¿Qué?

—Que me siento como si estuviéramos empezando algo… pero sin saber si es una amistad, una colaboración artística o una comedia romántica de bajo presupuesto.

Lucía sonrió. —Tal vez es todo eso. O tal vez solo es una escena más en una historia que aún no hemos terminado de escribir.

—O una escena post-créditos —añadió Sebastián—. De esas que nadie espera, pero todos agradecen.

Los tres rieron. Y por un momento. El mundo exterior desapareció. No había etiquetas. Ni expectativas. Solo ellos. Un sofá cómodo, y la sensación de que, a veces, lo más inesperado puede ser también lo más auténtico.

La música seguía sonando. Suave, como si acompañara el ritmo de una historia que no necesitaba final feliz… solo un buen próximo capítulo.

Y Lucía, mientras se recostaba ligeramente en el respaldo. Pensó: quizás el verdadero renacimiento empieza con una carcajada compartida.

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