El amanecer trajo consigo una pesadez insoportable.
Mila despertó sola en su habitación, pero la ausencia de Aldo era más que física: era un vacío que la ahogaba.
No había rastro de él en la cama, ni su aroma en la almohada, ni el calor de su cuerpo en las sábanas.
Sabía dónde estaba.
Caminó hasta la habitación de huéspedes y, al ver la puerta entreabierta, su pecho se contrajo de dolor.
Aldo estaba dormido, pero su expresión era la de un hombre que había pasado la noche en vela. Mila no dijo nada, no podía. Cerró la puerta con suavidad, como si con eso pudiera cerrar también el nudo en su garganta.
¿Por qué dolía tanto?
Un rato después.
Bajó a la sala con el rostro serio.
Aldo ya estaba ahí, pero apenas la miró. Ese gesto, esa indiferencia contenida, fue la daga que terminó de hundirse en su pecho.
Entonces apareció Ryan, con Arly de la mano. La felicidad entre ellos contrastaba con la sombra de rencor y confusión que flotaba sobre Mila y Aldo.
—Aldo, Mila, queremos pedirles un favor