Un mes después
Arly y Ryan estaban en el hospital, aguardando con nerviosismo en la sala de exámenes.
La ginecóloga les había pedido que se recostaran en la camilla para realizar el ultrasonido.
Arly sentía el corazón acelerado, la ansiedad subía por su pecho y un nudo le apretaba la garganta.
Ryan, percibiendo su tensión, tomó su mano con ternura y la apretó entre las suyas.
—Tranquila, amor. Todo estará bien —susurró, depositando un beso en su frente.
Arly asintió con un leve temblor en los labios, pero el miedo no se disipaba.
No podía soportar la idea de que algo saliera mal.
La doctora deslizó el transductor sobre su vientre, y por unos segundos que parecieron eternos, el silencio llenó la habitación. Hasta que finalmente, el sonido más hermoso y milagroso llenó sus oídos: el latido de su bebé.
Bum, bum, bum.
Era rápido, fuerte, inconfundible.
Arly sintió que su pecho se quebraba en una ola de emociones, y una lágrima rodó por su mejilla.
—Es mi bebé… —susurró con voz entrecortada