El viento cortaba como cuchillas en el vacío de la Tierra de Nadie.
Cinco soldados avanzaban hacia el interior de la cueva y, allí, encontraron los cuerpos destrozados de los renegados y sangre, mucha sangre. Siguieron el rastro dejado por el olor de la sangre de la omega que había sido abandonada a pocos metros de allí a su propia suerte.
—Aquí fue donde dijeron que encontraron sus huellas por última vez —dijo uno de los soldados, agachándose junto a lo que quedaba de un cadáver parcialmente devorado—. Pero no hay cuerpo de hembra aquí.
Otro se acercó, examinando las marcas en el suelo con los dedos.
—Aquí —dijo un tercero, agachándose donde había restos de una antigua fogata—. No estaba sola.
—Alguien la salvó —concluyó el más viejo de ellos, con el ceño fruncido—. Esa maldita omega escapó.
Intercambiaron miradas en silencio, ninguno se atrevía a decir en voz alta lo que aquello significaba.
Cuando regresaron al territorio de la manada, la tensión era casi palpable. El portón se cer