La mañana siguiente.
Ana se había levantado temprano, barrió la casa, ordenó un poco y se dispuso a preparar la comida. El calor de la cocina le hacía sudar la frente, pero se aferraba a la idea de que Martín llegaría y todo estaría en orden. Quería evitar discusiones, quería que todo saliera bien.
A las dos de la tarde, el ruido de la puerta se escuchó fuerte. Martín entró con pasos pesados, dejando el maletín sobre el sofá.
Y fue directo a la habitación, se daría una ducha porque pensaba salir con sus amigos.
—Ana —llamó con tono seco.
Ella salió de la cocina, limpiándose las manos en el delantal.
—Ya casi está la comida, mi amor.
Martín la miró de arriba abajo, con el ceño fruncido.
—¿Y mi camisa azul? —preguntó, tajante.
Ana parpadeó, confundida.
—¿Tu camisa azul?
—La que iba a ponerme hoy. ¿Dónde está?
Ana respiró hondo.
—No la alcancé a lavar… lo siento. Tenía mucha ropa acumulada y—
Martín levantó la mano, pidiendo silencio.
—¿Cómo que no la lavaste? —Su voz subi