Clara se marchó y yo seguí en mis oficios, solitaria y aturdida.
La noche caía pesada, y el silencio en la casa parecía tan frágil que cualquier palabra podía quebrarlo. Ana acomodaba la mesa después de la cena, con movimientos torpes, mientras Martín se servía un trago. —¿Qué te dijo Clara? —la voz de Martín cortó el aire, grave y controlada. Ana se quedó helada, con el plato en las manos. —¿Clara? —intentó hacerse la distraída. —No te hagas la inocente, Ana —él dejó el vaso sobre la mesa con un golpe seco—. Sé que hablaste con ella. Ana tragó saliva y bajó la mirada. —Es mi amiga, Martín… solo conversamos. —¿Y de qué? —su voz se tensó aún más. —De nos… de nosotros. —La confesión salió temblorosa. Martín se echó hacia atrás en la silla, mirándola como si acabara de escuchar una traición. —¿Tú crees que está bien ir a contarle nuestras cosas a cualquiera? ¿A esa metida? —No es cualquiera… es mi amiga —respondió Ana, con un hilo de valentía en su voz. Martín soltó una carcajada seca. —Amiga… lo que quiere es meterse en tu cabeza, llenarte de ideas tontas, hacerte creer que yo soy el malo. Ana lo miró, con los ojos brillosos. —Yo no dije nada malo, solo… solo necesitaba hablar con alguien. Martín se levantó de golpe, y Ana dio un paso atrás llenas de miedo. —¡Conmigo tienes que hablar, no con otra gente! —gritó, y luego bajó el tono, acercándose lentamente—. ¿O es que ya no confías en mí? El corazón de Ana latía con fuerza. —Sí confío… —susurró. —Entonces, ¿por qué vas y me dejas en ridículo? ¿Quieres que la gente piense que soy un monstruo? —No, no… yo solo quería desahogarme. Martín la tomó del mentón, obligándola a mirarlo a los ojos. —Mírame, Ana. ¿Me amas? Ella dudó apenas un segundo. —Sí… te amo. Él sonrió, satisfecho, pero con una chispa oscura en la mirada. —Entonces no vuelvas a hablar con Clara de nosotros. Nunca. Ana respiró hondo. —Es mi amiga desde que éramos niñas… Martín apretó la mandíbula. —Tus amigas no van a darte de comer. Tus amigas no te protegen. Tus amigas no son tu marido. Soy yo el que está aquí, ¿entiendes? —Lo entiendo, pero… —No hay peros, Ana. —Su voz se suavizó de repente, casi seductora—. Mira, sé que eres joven y que a veces te confundes. Yo soy mayor, tengo más experiencia… quiero cuidarte, quiero que estés bien. Ana lo escuchaba, sintiéndose pequeña, atrapada entre la culpa y la ternura envenenada de sus palabras. —Yo también quiero que estemos bien —murmuró. Martín acarició su cabello. —Entonces hazme caso. Lo único que te pido es lealtad. Que seas mía, solo mía. —Lo soy… —dijo ella, aunque por dentro sentía que algo no estaba bien. Él la abrazó fuerte, demasiado fuerte. —Eres mi mujer, Ana. Y nadie, ¿me oyes? Nadie va a separarnos. Ella cerró los ojos, intentando convencerse de que ese abrazo era amor y no una cadena invisible que la apretaba cada día más. Martín volvió a hablar, suave pero firme: —Prométeme que no volverás a hablar con Clara de nuestras cosas. Ana dudó. —Lo prometo. Él sonrió satisfecho. —Esa es mi niña. —La besó en la frente y luego se apartó—. Ahora, ven, siéntate conmigo un rato. Ana obedeció, como siempre, mientras en su mente resonaban las palabras de Clara: “No dejes que te controle, Ana, esto no es amor.” Pero Ana quería creer que sí lo era. El silencio volvió a reinar en la casa, cargado de emociones que ninguno se atrevía a nombrar.