El reloj marcaba las nueve cuando el silencio envolvió la oficina de Leonardo como una niebla densa. Se dejó caer en la silla, apoyó los codos sobre el escritorio y se frotó el rostro.
Isabella.
Su nombre seguía retumbando en su cabeza como un eco imposible de apagar.
No quería seguir dándole vueltas, pero el mensaje de esa madrugada lo había empujado al límite. Ya no podía dejar las cosas a medias. Iba a enfrentarse a ella, sin rodeos.
Tomó el teléfono y marcó a su secretaria.
—Comunícate con la señora Sifuentes, por favor. Dile que necesito verla hoy mismo.
—¿En la oficina, señor Santori? —preguntó ella, algo titubeante.
—Sí. Que venga antes del mediodía.
Colgó y se quedó mirando por la ventana. Desde allí, la ciudad parecía un tablero inmenso, ordenado, predecible. Pero su vida estaba lejos de eso.
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Isabella llegó una hora después.
Llevaba un vestido color crema, el cabello recogido en un moño impecable y un aire de serenidad que contrastaba con la tormenta que traía por dentro.