Los días siguientes pasaron con la calma que Ana tanto había deseado durante años. Poco a poco, su cuerpo y su mente comenzaron a sanar. Las heridas más profundas ya no dolían tanto, y el miedo que la había acompañado por tanto tiempo empezaba a desvanecerse.
El juicio de Martín fue una prueba difícil, pero necesaria. Tuvo que presentarse ante el tribunal, recordar momentos que había querido olvidar, y enfrentarse cara a cara con quien tanto daño le hizo. Sin embargo, esta vez no tembló. No estaba sola. Leonardo estuvo allí, sentado entre el público, sosteniéndole la mirada, firme, silencioso, dándole fuerzas sin decir una palabra.
Al final, Martín fue sentenciado. La justicia por fin le dio la razón. Ana lloró, no por tristeza, sino por alivio. Sintió que, por primera vez, el pasado se cerraba definitivamente. Ya no debía mirar atrás.
Desde entonces, su vida tomó un rumbo distinto. Días más tranquilos, rutinas simples, y la sensación constante de que podía volver a sonreír sin culpa.