El día transcurría con una calma extraña. El hospital ya no parecía un campo de batalla, sino un refugio donde la vida se abría paso lentamente. Ana se sentía cansada, pero tranquila. Cada tanto miraba por la ventana y veía la ciudad moverse, indiferente al caos que había pasado días atrás.
Leonardo había salido temprano a resolver asuntos de la empresa, aunque antes de irse la había besado suavemente en la frente y prometido regresar antes del anochecer. Ana aún podía sentir la calidez de ese gesto.
Pasado el mediodía, la puerta se abrió y apareció Clara con una bolsa de tela colgada del hombro.
—¡Buenos días, sobreviviente! —saludó, entrando con paso decidido—. Traigo refuerzos: ropa limpia, tu cepillo, crema, y hasta un labial, por si te da por enamorar al médico de turno.
Ana sonrió, divertida.
—Ay, Clara, contigo no se puede. Apenas puedo moverme y tú ya pensando en coquetear.
—Por favor —replicó ella, dejando la bolsa sobre la mesa—, una mujer nunca está demasiado herida para ve